La princesita

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La pequeña princesa se descalzó junto a la cama y colocó la zapatilla rosa del pie izquierdo junto a la del pie derecho; luego se dejó caer sobre el colchón alto de princesa, que no permitía detectar legumbres ni otras trampas, y de inmediato se escuchó un leve ronquido, como si suspirara. Soñó con un paseo por el jardín del palacio y con una historia de castillos encantados que había leído junto a su maestra y soñó. Soñó también algunas pesadillas que no le costó olvidar. Al día siguiente, como de costumbre, se despertó cuando ella quiso.

La pequeña princesa se despertaba cuando salía del sueño y se le abrían los ojos, y se estiraba hasta tocar con la punta de los dedos de las manos el terciopelo del cabecero de la cama. Entonces buscaba con la mano izquierda por la mesilla de noche, en un gesto automático, y hacía sonar la campanilla para avisar de que se había despertado. Con dos toques, tres algunas veces, en la habitación se multiplicaban las criadas, cada una ocupada en su tarea.

Que ella recordase, la criada alta y delgada siempre la despojaba del camisón, le cambiaba las enaguas, le ponía un vestido rosa, le acercaba los tacones de cristal y condenaba a las pantuflas bajo la cama, donde la pequeña princesa había escondido también unas zapatillas de piel viejísima, con las que quizá hubiesen caminado mil princesas antes, y que ella se negaba a utilizar. La de pelo suelto y rizado peinaba su melena de princesa con fuerza: la melena larga y rubia que corresponde a toda hija de reyes, y sobre la que más pronto que tarde luciría una corona.

Para entonces, para cuando la criada de pelo suelto y rizado había conseguido que la pequeña princesa dejase de quejarse por su energía, la criada bajita y huesuda ya había descorrido las cortinas, cambiado las sábanas —cada día un juego diferente, para que ni una mota de polvo perturbase su descanso—, estirado el edredón y ahuecado la almohada. Y la criada bajita de caderas anchas se quejaba entonces porque las demás sirvientas habían cerrado la puerta