El cuento de la criada

En la primavera de 1984 empecé a escribir una novela que inicialmente no se iba a llamar El cuento de la criada. La escribía a mano, casi siempre en unos cuadernos de papel pautado amarillo, y luego transcribía mis casi ilegibles garabatos con una gigantesca máquina de escribir alquilada, con teclado alemán.

El teclado era alemán porque yo vivía en Berlín Occidental, ciudad rodeada todavía, en esa época, por el Muro: el imperio soviético se mantenía firme y aún iba a tardar otros cuatro años en desmoronarse. Todos los domingos, las fuerzas aéreas de Alemania Oriental provocaban una serie de estallidos que rompían la barrera del sonido y nos recordaban su cercanía. Durante mis visitas a diversos países del otro lado del Telón de Acero —Checoslovaquia, Alemania Oriental— experimenté la cautela, la sensación de ser objeto de espionaje, los silencios, los cambios de tema, las formas que encontraba la gente para transmitir información de manera indirecta, y todo eso influyó en lo que estaba escribiendo. Otro tanto ocurrió con los edificios reutilizados: «Antes, esto era de los..., pero luego desaparecieron.» Escuché historias como ésa en múltiples ocasiones.

Como nací en 1939 y mi conciencia se formó durante la Segunda Guerra Mundial, sabía que el orden establecido puede desvanecerse de la noche a la mañana. Los cambios pueden ser rápidos como el rayo. No se podía confiar en la frase: «Esto aquí no puede pasar.» En determinadas circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar.

En 1984 ya llevaba uno o dos años evitando enfrentarme a esa novela. Me parecía un empeño arriesgado. Había leído a fondo mucha ciencia ficción, ficción especulativa, utopías y distopías, desde la época del instituto, allá por los años cincuenta, pero nunca había escrito un libro de esa clase. ¿Sería capaz? Era una forma sembrada de obstáculos, entre los que destaca la tendencia a sermonear, las digresiones alegóricas y la falta de verosimilitud. Si iba a crear una jardín imaginario, quería que los sapos que vivieran en él fuesen reales. Una de mis normas consistía en no incluir en el libro ningún suceso que no hubiera ocurrido ya en lo que James Joyce llamaba la «pesadilla» de la historia, así como ningún aparato tecnológico que no estuviera disponible. Nada de cachivaches imaginarios, ni leyes imaginarias, ni atrocidades imaginarias. Dios está en los detalles, dicen. El diablo también.

En 1984, la premisa principal parecía —incluso a mí— más bien excesiva. ¿Iba a ser capaz de convencer a los lectores de que en Estados Unidos se había producido un golpe de estado que había transformado la democracia liberal existente hasta entonces en una dictadura teocrática que se lo tomaba todo al pie de la letra? En el libro, la Constitución y el Congreso ya no existen; la República de Gilead se alza sobre los fundamentos de las raíces del puritanismo del siglo diecisiete, que siempre han permanecido bajo la América moderna que creíamos conocer.

La acción concreta del libro transcurre en Cambridge, Massachusetts, donde tiene su sede la Universidad de Harvard, que en nuestros tiempos es una institución educativa y liberal de la mayor importancia, pero en otros fue un seminario teológico para los puritanos. El Servicio Secreto de Gilead está en la biblioteca Widener, entre cuyas pilas de libros yo había pasado muchas horas para investigar sobre mis antepasados de Nueva Inglaterra y sobre los juicios de las brujas de Salem. ¿Se ofendería alguien si usaba el muro de Harvard como lugar de exhibición de los cuerpos de los ejecutados? (Sí, se ofendieron.)

En la novela, la población se está reduciendo a causa de la contaminación ambiental, y la capacidad de engendrar criaturas escasea. (En el mundo real de hoy en día, hay estudios que revelan un agudo declive de la fertilidad de los varones en China.) Como en los regímenes totalitaristas —o, de hecho, en cualquier sociedad radicalmente jerarquizada—, la clase gobernante monopoliza todo lo que tenga algún valor, la elite del régimen se las arregla para repartirse las hembras fértiles como Criadas. Eso tiene un precedente bíblico en la historia de Jacob y sus dos esposas, Raquel y Lía, y las dos criadas de éstas. Un hombre, cuatro mujeres, doce descendientes..., pero las criadas no podían reclamar a sus hijos. Pertenecían a las respectivas esposas.

Y así sigue la historia.

Cuando empecé, El cuento de la criada se llamaba Offred, el nombre de su personaje principal. Está compuesto por el nombre de pila de un hombre, Fred, y el prefijo que denota posesión: es como el «de» en francés y español, el «von» del alemán, o el sufijo «son» de los apellidos ingleses, como Williamson. El nombre insinuaba también otra posible interpretación: offered, «ofrecida», que aludía a una ofrenda religiosa, o a una víctima ofrecida en sacrificio.

¿Por qué no llegamos a conocer en ningún momento el verdadero nombre del personaje principal? Me lo preguntan a menudo. Porque, respondo, a lo largo de la historia mucha gente ha visto su nombre cambiado, o simplemente ha desaparecido de la vista.